El muro Del libro “A leer con Pancho”Ella era palestina, él israelita y a pesar de vivir muy cerca uno del otro, no se conocían. Hasta que una mañana, una bomba explotó en un supermercado y allí estaban los dos, comprando, quizás observándose con rabia, por aquello del odio que arrastra la historia. Ambos se acercaron al cuerpito malherido de un niño pequeño, sus manos se encontraron tratando de ayudarlo, en ese momento se miraron en silencio, con los ojos velados por la tristeza y la impotencia. Llegaron los bomberos y las fuerzas de seguridad; todo era un caos, acusaciones, gritos, dolor y rabia se mezclaban con el humo y el calor del fuego y hacían insoportable la permanencia en el lugar. Sin embargo, una palestina y un israelita trataban de salvar a un niño, sin importar que fuera de una u otra nacionalidad, era una vida y ellos fueron capaces de entenderlo. Cuando llegaron los médicos ella volvió a mirarlo y a través de sus lágrimas pudo ver el llanto de él, tomó su mano, buscando consuelo y sólo dijo: ¿por qué? Desde aquel día comenzaron a verse y se hicieron amigos, de esa amistad nació la idea de que sólo con amor y paz se resolverían los conflictos y las familias debieron escuchar y aceptar los argumentos de los jóvenes que decían que había que terminar con la violencia y con los enfrentamientos inútiles. Así pasaron de la amistad al amor y decidieron casarse en pocos meses. Mientras tanto la vida se hacía cada vez más difícil, el odio ciego sembraba de muertos las calles, a cada golpe de terror la respuesta era más agresiva. Ante esta situación las dos familias pensaron que la mejor forma de oponerse a la violencia que mataba a tantos hermanos, era mostrar como ejemplo la unión que habían alcanzado a pesar de sus diferentes ideas, religiones y culturas. La joven pareja recorría a diario los trescientos metros que separaban las casas de las dos familias, felices con los preparativos de la boda. Hasta que de un día para otro vieron crecer un muro imponente que obstruía el camino entre ambas casas. Se decía que el muro daría mayor seguridad y control, que separar a palestinos e israelíes era la solución. Pero los jóvenes novios no tenían dudas de que ese muro sólo serviría para destruir el diálogo y la paz. Desde entonces sueñan con el día en que el muro se derrumbe, piedra tras piedra, y luchan para alcanzar ese sueño, soñando también en que el hombre comprenda que si das odio, recibirás odio, pero si ofrecés paz y amor, recibirás lo mismo: Paz y Amor. 
La calesita Del libro “A leer con Pancho”-Abuelo, ¿nos llevás mañana a la calesita?, preguntaron Marina y Carlitos. -¡Cuánto tiempo hace que no veo una calesita! ¿Qué les parece si vamos mañana, después de desayunar? Seguro que a mí también me va a gustar, contestó el abuelo. -¡Sí!, dijeron lo chicos aplaudiendo. -Bueno y ahora vamos a dormir, que mañana nos espera un día agitado, dijo el abuelo. Tras despedirse con un beso, todos se fueron a la cama. -Señor, ¿quiere subir a dar una vuelta?, invitó el calesitero. -¿Quién, yo?, preguntó el abuelo. -Si usted. -No, no... ya estoy viejo para estos juegos. -Pero no diga eso. Venga, suba, anímese. Entonces el abuelo dio un pequeño salto, subió a la calesita y caminó despacio, acariciando los caballitos, el barquito, los cochecitos, la jirafa, hasta que vio la sortija que con su sonido tan especial lo invitaba a atraparla. Aferrado al pasamanos el abuelo se estiraba todo lo que podía tratando de tomarla, pasó una y otra vez frente a la ruidosa sortija hasta que por fin lo logró. Dando gritos de alegría, repetía sin parar ¡Me gané otra vuelta gratis! Los chicos aplaudían y él sonreía moviendo la cabeza, mientras pensaba “Vieron que todavía soy bueno para la calesita y que aún puedo atrapara la sortija”. Fueron muchas las vueltas que dio, hasta quedar rendido. Lo despertaron unas suaves caricias en su cabeza pelada, eran sus nietos, que muy contentos le recordaban que tenían que ir a la calesita. Abrió lo ojos, sorprendido y entonces se dio cuenta de que había tenido un sueño maravilloso. Ya en la plaza, los chicos gritaban y reían al mismo tiempo. Y como la música de la calesita sonaba muy fuerte nadie escuchó cuando el abuelo dijo: -Si me invitan a subir, van a ver qué bueno soy para la sortija. Pero estaba seguro de que no lo escucharían, entonces cerró sus ojos y volvió a soñar y en sus labios se dibujó una sonrisa.
En la huella... | |
El ruido Publicado en: “En la huella” 1ª. Edición/2002
El ruido del martillo me despertaba muy temprano. Era José, el herrero del barrio. El golpe contra el yunque sonaba en cada rincón, en cada patio, en cada casa. Alguna vez me asomé a la ventana para protestar, ¡molestaba tanto ese ruido!... pero no lo hice. Al atardecer, cuando las luces de la calle se encendían, José, con paso cansado, cerraba la cortina y se retiraba, pero el golpe monótono de la maza contra el hierro seguía retumbando en mis oídos. Un día me desperté sobresaltado, como si algo me faltara, ningún ruido alteraba la paz de la madrugada. Por la ventana vi que la herrería estaba cerrada, vi un cartel de letras rojas que decía “Se vende”, y vi que José se alejaba, cargando una valija vieja. Salí corriendo, quise decirle que no se fuera, que no me molestaba el ruido, pero de mis labios no salieron palabras. Vi su silueta perderse en la distancia, por última vez. Ya no me molesta el golpe del martillo, pero no puedo dormir, Quietud y ausencia. Demasiado silencio. 
Eres como una espina Publicado en:“En la huella” 1ª. Edición/2002 Cuando te vi, te sentí. Eras un pimpollo, luchando para ser flor. No sé si fue tu color, tu belleza o tu perfume, pero allí me quedé, acariciando tus pétalos, tan suaves, tan bellos. Y sin darme cuenta entraste en mi carne, de golpe, punzante, un dolor me recorrió, y aún estás allí, no quiero arrancarte. Eres como una espina, la espina de una flor que me está hiriendo, entrando en mi sangre, para mi gozo. Quédate, no importa mi herida, quédate... te amo. 
Amor de poeta Publicado en: “En la huella” 1ª. Edición/2002 No puedo bajarte una estrella, ni apagar el Sol, o secar los mares, como muchos poetas te prometen. Yo sólo puedo amarte a mi manera, dejando a las estrellas, al Sol y al mar donde están y como están. Sé que parece poco, pero es todo lo que tengo. Así te amo. 
El mar borra las huellas grabadas en la arena. El tiempo borra las huellas en cualquier lugar que estén. 
Si te subiste al caballo, pensá que en algún momento tendrás que desmontar. 
Mientras los honestos suelen parecer insolentes por su forma de hablar, los corruptos nos faltan el respeto con cortesía y en silencio. 
El cóndor Publicado en: “En la huella” 1ª. Edición/2002 Su vuelo era elegante, magnífico. Se había ganado el respeto de los otros cóndores, que veían en él a un ser perfecto por su habilidad y destreza. Las hembras soñaban con él, los machos lo admiraban y envidiaban. Pero él no se sentía diferente. Era, eso sí, el más independiente y solitario. Pasaba muchas horas solo, volando entre las altas cumbres. Le encantaba perderse entre los picos nevados y que la nieve al caer salpicara su plumaje oscuro. Disfrutaba al sentir el viento helado en su cara y apreciaba el silencio como única compañía. Pero, sin que él se hubiera dado cuenta, unos ojos oscuros seguían sus vuelos desde hacía largo tiempo; ella soñaba con él desde pequeña, lo esperaba entre los peñascos al atardecer, y cuando su figura se recortaba contra el sol poniente su corazón palpitaba con fuerza. Estaba enamorada y a él llegó la fuerza de esa mirada, por eso no sorprendió a nadie que una mañana los dos partieran juntos, perdiéndose entre las nubes. Regresaron felices un tiempo después, para armar el nido y esperar la llegada de los pichones. Al nacer los pequeños ella sintió temor de que él volviera a emprender aquellos osados vuelos, temía perderlo; sus celos se enfrentaron a la libertad del intrépido cóndor, el se sentía bien junto a sus hijos y a su amada, por eso dejó de aventurarse, ya no volaba hasta lo picos más altos, nadie podía creer que el amor lo hubiera cambiando tanto. Pasó el tiempo y todos empezaron a notar que el cóndor estaba cada día más triste y callado, que pasaba horas mirando hacia las altas cumbres y que sus ojos brillantes y profundos se perdían en la lejanía. Ella no notó el cambio y estaba más que feliz, lo tenía a su lado todo el tiempo, como lo había soñado y siempre repetía que no podría vivir sin él, que moriría si se alejaba algún día. Pero ocurrió que un atardecer y a pesar de que era pleno verano, él comenzó a temblar, sus ojos brillaban más que nunca, nadie vio cuando se levantó lentamente y mirando al infinito cerró sus ojos y quizás recordó o soñó aquel pasado de libertad; abriendo sus grandes alas quiso emprender el vuelo, pero fue en vano, apenas se elevó, su cuerpo cayó entre las piedras, al costado del río, donde lo encontraron muerto. Ella se quedó sola, pero no murió de amor, como había pensado. Siguió viviendo cada día, creyendo verlo en cada nube, atrás de cada cumbre y hundida en la pena de saber que lo había perdido por no permitirle volar. Entonces entendió que el amor, si es amor, debe vivir... en libertad. |

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